2016 11 12 0:42 Antonio Viudas Camarasa
ZAMORA VICENTE TIENE CALLE EN MÉRIDA*
Por Antonio Vélez Sánchez
Ex – Alcalde de Mérida
(1981 – 1995)
Finalizando 1981 me encontré, sin pretenderlo, al frente de la Alcaldía de Mérida. Las cosas, a veces, vienen sin esperarlas, adobadas con esa asaltadora dama que es la sorpresa. El Alcalde elegido en los primeros comicios democráticos, en 1979, se fue, honorablemente abrumado, por el peso de los años y tan exagerada responsabilidad como entrañaba un compacto urbano, tan rancio de historia – dos mil años, nada menos a las espaldas – como la desvencijada Emerita. Con esa carambola aterricé en la destartalada casona consistorial de la Plaza de España.
Me preocupaba sobremanera modernizar la Ciudad, adecuar los niveles de los servicios básicos a los estándares de los nuevos tiempos, con las dificultades que entrañaba el empeño, sobre todo porque la proliferación de barriadas periféricas, con las oleadas inmigratorias de las décadas anteriores, ofrecía carencias desesperanzadoras. Ese fue el trabajo: Construir alcantarillas, redes de aguas, pavimentos, acerados, luminarias…. También Escuelas. O crear ilusiones colectivas, señas de identidad compartidas, sociedad en suma.
La Mérida a la que llegó Alonso Zamora, iniciada la década de los cuarenta, mantenía el sello, disperso y saqueado, de una herencia colosal, “un niño en los brazos de un gigante”, que exclamara Larra, estremecido ante sus granitos y sus mármoles, en su trayecto a Lisboa, camino de Londres, huyendo de sus fracasos. A pesar de sus fracturas Mérida seguía dando lección de Historia. Ninguna otra Ciudad podría igualar la grandeza intencional de su razón fundacional: La de asentar militares jubilados, al tiempo de centralizar – logística y administrativamente – una parte del inmenso territorio de aquel imperio agrícola que fuera Roma. El cereal, los vinos y el aceite, transportados por la red de calzadas que en Mérida encontraban el mejor nudo peninsular en el camino a los puertos, como el de Olissipo, donde el sol de los cesares se hundía, sin remedio, cada tarde en los abismos del poniente.
Esa misma Mérida, o más bien su sombra, labradora siempre, ferroviaria entonces, es la que abrió sus brazos a Zamora Vicente, el joven Catedrático, recién incorporado al vetusto edificio del Instituto. Era la Mérida que mantenía el orgullo, impreso en la comba consuetudinaria – laboriosa o festiva – de sus clases sociales, las que todavía guardaban en sus retinas la mágica noche en la que el texto de Unamuno estremeció los mármoles de una escena doblemente milenaria, con la voz trágica de Margarita Xirgu, sobre el pulso republicano y regeneracionista de una esperanza colectiva. Era también la misma Mérida que lamía, difícil e injustamente, las heridas de una guerra apenas acabada.
El bloque ilustrado recibió al joven docente con los brazos abiertos. También el pueblo obrero que demandaba, en silencio, el bálsamo nivelador de la cultura, de la instrucción. Lo palpaba el mismo sobre la almena esperanzada de su intelecto. Tal vez ahí radicó su compromiso con aquella sociedad que lo acogía. De modo que se lanzó decidido a dejar su huella, haciendo desde el análisis de lo inmediato – el lenguaje de aquellos vecinos que lo acogían – para transformarlo en código científico transferible a tantas y tantas oleadas de filólogos. Esa es la herencia que el binomio Zamora Vicente/Mérida regaló al mundo de la dialectología, la magia de las palabras habladas.
En Mérida se sabia de sobras quien era Alonso Zamora Vicente. Nos lo contaron, después, desde la memoria transferida, nuestros mayores con una mezcla de admiración y orgullo como si el sabio – tan cercano – fuera parte del común. A fin de cuentas su implicación con la Ciudad le llevó, incluso, a ser nombrado Comisario de Excavaciones Arqueológicas – responsable máximo de la osamenta pétrea le la Emérita sepultada – en la primavera de mil novecientos cuarenta y uno. Como también nos lo magnificaron sus amigos: José Álvarez “Buruaga”, Arsenio Ramos, el viejo Maestro de Escuela, o los ferroviarios que le saludaban por la Rambla de Mérida, en sus paseos con el párroco de Santa Eulalia, Lozano Cambero, Don César, compañero suyo de claustro y también amigo. O sus alumnos que todavía le recuerdan, como el farmacéutico Jesús Diez Marín, casi nonagenario. Y tantos más. Nosotros mismos que recibimos el testigo de su presencia retrospectiva en la Ciudad que, igualmente, lo aseguro, él tanto amó.
Por eso no fue nada difícil que su nombre figurara en la placa de azulejos del callejero emeritense, compartiendo vecindad con la de Sagasta, el político liberal, Santa Eulalia, nuestra Patrona, la de los Maestros, o cercanías con la de John Lennon al que me consta que admiraba.
Fue, por tanto, fácil el empeño, porque, además, se dieron dos circunstancias coyunturales, pero afortunadas. La primera fue que se reactivó el Patronato de la Biblioteca Municipal “Juan Pablo Forner”, incorporando savia nueva y manteniendo la vieja de Sáenz de Buruaga y su escudero; Francisco Peñafiel. En Abril del ochenta y dos se acordó, por unanimidad, reimprimir “El habla de Mérida y su cercanías”, pidiendo el pertinente permiso al autor. Igualmente se comenzó a organizar la I Feria del Libro que sería en Mayo/Junio y para la que se invitaba a Camilo José Cela.
La segunda circunstancia consistió en la nueva nominación de las calles de la Ciudad, poniendo fin a las razones impuestas por las armas y buscando títulos acordes con otros méritos objetivos, mas para siempre. Se configuró una ponencia técnica de expertos y notables y una comisión municipal de concejales. Entre otros figuraron en ambas, Fermín Ramos Sánchez, Consejero Local de Bellas Artes y Concejal, y José María Álvarez Martínez, Director, entonces, del Museo Arqueológico de Badajoz y hoy del Nacional de Arte Romano. Cercano estaba José María Martín Valenzuela, Director de Instituto y ex-alumno de Don Alonso. Ya puede entenderse como se entrelazaron todas nuestras intenciones.
Hubo otra anécdota, a lo grande, en esa levadura de los comportamientos que es la amistad. También, los afectos. Y sobre todo la lealtad. Fue cuando Camilo José Cela, futuro Nobel de Literatura, inauguró la I Feria del Libro de la Historia de Mérida, respaldado por la Banda Municipal de Música – “La Zapatera” – Primavera de mil novecientos ochenta y dos. He de decir, con luz y taquígrafos, que no cobró ni una peseta por ello, firmando tantos ejemplares que agotó las existencias. Esa era la faceta generosa de Don Camilo que muchos desconocen. Ocurrió que tras aquella presencia se le hizo saber a Cela, nuestra intención de ponerle su nombre a una calle, por el singular protagonismo de Mérida en su “Pascual Duarte”, la novela “tremendista” que por entonces mantenía el record de ser la obra en castellano mas traducida, tras El Quijote. Aceptó agradecido, pero puso una condición sin la cual no vendría: Sabedor de que su mejor amigo – Alonso Zamora Vicente – tendría otra calle, “mas merecida que la suya”, la apertura de las placas, ese emocionante y hasta lagrimero ritual, debía ser el mismo día y acompañados de la magnífica Banda de Música, con Alcalde flanqueado por ellos dos. Y los maceros de gala respaldando el Pendón Municipal. Acepté encantado la proposición protocolaria y apretamos nuestras manos, aunque este asunto requeriría un pormenorizado relato de tantas hijuelas como tuvo.
Todo se consumó en dos actos: El veintiuno de Diciembre se presentó la segunda edición de “El Habla de Mérida y sus cercanías”, con la presencia de Camilo José Cela que precedió a su amigo Alonso Zamora Vicente, reflotados los afectos de cuarenta años atrás, en su Ciudad adoptiva, junto a sus antiguos alumnos. Como nota para la Historia, la asistencia en su primer acto público oficial del flamante Presidente Regional, Rodríguez Ibarra, recién elegido.
Luego, el día 22, se descubrieron las placas de cerámica en sendas calles de Mérida: Una bullanguera y con mucho tráfico, tumultuosa en suma, para Camilo José Cela. La que él quiso. La otra, recoleta, peatonal, coqueta, para Alonso Zamora Vicente. La que él mismo eligió. Fue un día radiante que incluso tuvo un pequeño suspense. Pero eso es ya otra historia. Aquí de lo que se trataba, simplemente, era explicar las razones por las que Zamora Vicente, el filólogo, el catedrático de Lengua y Literatura del viejo Instituto, el Académico y Secretario Perpetuo de la Real Academia Española de la Lengua, tiene una calle en Mérida. Una calle muy solemne, sinceramente. Vayan a pasearla y podrán comprobarlo. Palabra de un Alcalde, este que les habla, que tuvo el honor de dedicar esa calle a quien hoy, aquí, rendimos recuerdo: Alonso Zamora Vicente, con cuya amistad me sentí siempre honrado.
Cáceres 12 / Noviembre / 2016
*Texto básico para nuclear una mesa redonda, acompañando algunas noticias de prensa novedosas/curiosas y algún juicio de valor hasta completar diez minutos.